jueves, 17 de junio de 2010

El metro (capítulo IV)




En ese momento las puertas se abrieron y salí del tren para entrar en una estación que nunca antes ví, y que nunca más vería...

La estación parecía un fantasma, difusa, llena de una luz que inundaba cada rincón, cada pared, cada suelo y techo que me rodeaba. Me ahogaba en un mar luminoso de albura, contrapunto extremo de un vagón cuya oscuridad, ahora, se me antojaba más densa y profunda. Avancé a través de pasillos fríos, interminables; pasillos infinitos que se cruzaban con otros que no tenían salida. Se abría ante mi un laberinto blanco, etéreo donde la luz parecía bruma y lo material solo niebla. Cada paso, cada mirada ansiosa por descubrir la salida eran pasos y miradas en vano. Sumaba metros y no conseguía que la pesadlla acabara; estaba agotado y el miedo me había destrozado los músculos y ahoran eran una mentira rodeada de carne y sangre. A lo lejos intuí una boca abierta al exterior, grande, desproporcionada con respecto al pasillo, el cual aparentaba una garganta cuyo fin eran las fauces de un monstruo. La colosal puerta la percibía, ahora, tan grande como la esperanza que, de nuevo, renacía en mi interior. Corrí sin fuerzas, huyendo del fondo del pozo donde me encontraba, exhalando cada bocanada de aire como si fuese el último aliento, llenando de aire mis pulmones, llenando de sangre mi corazón. Ya faltaban cinco metros, tres, dos, ...
Una sensación antigüa que no recordaba desde años atrás me llenó de nostalgia, haciéndome añorar una playa, un lugar y un momento, un espacio y un tiempo en el que Beatriz vivía y cuando nuestra madre todavía no se arrastraba desde la cama al sofá siempre con billete de ida y vuelta. Una sensación, un recuerdo que nació desde el olor de un mar cuyo lugar en el tiempo y en el espacio era lejano. Olía el mar, sentía su brisa cerca de la salida de un metro cuya ubicación era la de una ciudad sin costa. Nuestro padre murió. Yo era pequeño y casi no le recuerdo. Quizás sea esa playa el unico sitio del que recuerdo que unas manos me agarraban, que una barba me pinchaba al besarme, y que una sombra me cubría del sol. Mi hermana era mayor que yo y siempre culpó a nuestra madre. Fue en la adolescencia cuando más se intensificó su batalla personal, y fue en la adolescencia cuando le salió cara su rebeldía. Mi madre nunca volvió, cayó en la oscura senda de la locura y se quedó sola sin marido, hija e hijo. Ahora tenía la opción de volver a recordarlo, tenía la opción de volver a sentir el lugar con el que todavía sueño, donde él me protegía.
Por fin lograba llegar a la salida, por fin alcancé la puerta, la boca del monstruo. La atravesé pero no me encontré con la ciudad, o con una playa; me encontraba flotando en la profundidad de lo que parecía un mar, me ahogaba; intenté entrar de nuevo porque allí, bajo el océano, seguía encontrándose la puerta del metro pero una barrera me hacía imposible entrar de nuevo en lo que se divisaba desde fuera, una estación inexplicablemente seca. Esa barrera invisible no solo me impedía entrar a mi, sino a los millones de toneladas de agua salada que la rodeaban. Estaba bastante oscuro pero a pesar de la desesperación y de la falta de oxígeno, observé una tenue luz de lo que parecían rayos de sol, que atravesaban el agua a duras penas para mostrar un camino desde la piedra hasta lo que yo creía que podía ser la superficie. Lo único que no cuadraba era que si la superficie estaba donde se suponía que nacía la luz, la estación estaba boca abajo y ésto me provocó una desorientación que me hizo dudar, pero no tenía tiempo, se me acababa el oxígeno. Avancé buceando como pude hacia lo que yo creía en un principio que era la dirección equivocada, siguiendo esa luz que aparentemente nacía de las profundidades. Sin embargo me percaté rapidamente que dentro del agua no podía orientarme, saber donde se encontraba lo que estaba abajo o arriba, y pronto descubrí que seguir el haz de luz era el camino correcto. Cada vez tenía menos oxígeno, pero cada vez veía más luz, cada vez estaba más cerca de la superficie y ahora lo tenía claro, pues estaba a punto de tocar la superficie cuando el agua empezaba ya a entrar en mi garganta. Salí abriendo la boca, agarrando el aire que podía entre estertores con mi boca.
La vista estaba nublada y poco a poco se fue haciendo más nítida. Ante mi se encontraba la playa donde, por última vez, recordaba a mi padre.

miércoles, 16 de junio de 2010

El retrato


“A veces, como en las fotos, los paisajes cambian a pesar de permanecer continuamente iguales. Las imágenes de las fotos, al igual que la luz del cielo o el color de las copas de los árboles, el chillido de las golondrinas al atardecer, cambian según quien las mire o según el momento en el que las miras. Un rostro hierático que a veces parece vigilante y otras, alegre o triste y muchas otras, melancólico. Parecen miradas vivas, de miedo y angustia por no poder salir del encuadre, del marco, de la pared del dormitorio o de la casa. Otras parecen mirar con melancolía el pasado, recordando el inexistente recuerdo de aquel presente donde se hicieron papel hasta una eternidad efímera, como conociendo que el momento que buscan inmortalizar siempre será mejor que el futuro. Saben siempre, y por esto las miradas son tristes, que nunca se logrará la felicidad plena porque el pasado entierra lo pésimo y exagera lo óptimo, haciendo mejores los buenos momentos pasados que los presentes y futuros. Y muchas parecen reír llorando, reír con la mirada triste, y muchas de ellas conocen la insatisfacción del presente que les impide el gozo total y el velo del pasado que confunde a la memoria dulcificando la verdad… Nunca seremos realmente felices… Siempre añoraremos la infancia…Siempre melancolía del pasado… Siempre miradas tristes de los rostros presos de la perpetuidad del papel… Siempre miradas tristes… Siempre…”

Esperpento de una familia rica


“Lo decidieron mientras tomaban el té y jugaban al bridge. Decidieron que lo más adecuado para su estado era un viaje a la India. No se les ocurrió que podían equivocarse en el destino, quizás hubiera sido mejor la nieve suiza o el queso vacuno holandés, o quizá París, tan bohemio. También pensaron que, para su estado, lo mejor era que su familia no la atosigara con su tediosa comprensión. Así fue que pensaron que lo mejor y más acertado para su depresión era el alejamiento forzoso. Quizás un rasgo de snobismo espiritual, pero ellos creían haber acertado... La India con sus pobres, sus ratas "bebe-leche", todo muy exótico, no digamos sus obscenos palacios con esas pintorescas esculturas del Kamasutra; sí, era el lugar perfecto para que, entre tanta piel oscura, reluciera la tez blanquísima de su hija, y que su bella delgadez se mantuviera acorde con los cuerpos famélicos del hambre que poblaban las atestadas calles. Así que la familia decidió no tardar, no aguardar a tener que escuchar el llanto de la pena y mandaron a su hija depresiva a la tierra de Buda.
La hija superó su depresión, se enamoró, y se quedó allí con un inadecuado hindú, pobre y melenudo. La familia, tan preocupada, debía recibir esa tarde al Excelentísimo Presidente de la República y muertos de vergüenza no sabían qué hacer ni qué decir cuando la ilustre visita preguntara por la más pequeña de la familia.
Finalmente el Presidente llegó y la familia, falsamente compungida, lloró la muerte trágica de una hija que murió en un repentino accidente de avión; recibieron el pésame del Presidente y posteriormente de los amigos del club, de la empresa y de la reunión del bridge de las cinco, que a pesar de la desgracia nunca se clausuró. “

Un día en la vida del señor X


“X era un tipo gris que no soñaba, que solo dormía, comía, respiraba; trabajaba en una fría oficina de diseño que se ubicaba a una hora de atascos e insultos. X era un tipo que olvidaba cada mañana, cada tarde, cada noche y cada sábado hacer el amor con su mujer; la cual dejó de serlo para caer en manos de un joven amante que le decía cosas bonitas y le daba el cariño suficiente. A X le gustaba su rutina diaria, adoraba la monotonía. Usaba todos los días el mismo medio de transporte, el autobús, con la única aspiración de encontrar un asiento libre al lado de una ventanilla para poder abstraerse de la realidad que le rodeaba. Encontrar ese asiento era el primer escalón que completaba su rutina diaria y que finalizaba en su larga y aburrida jornada de trabajo. Encontrar un asiento en el autobús que no tuviera que compartir se convertía en su obsesión, un asiento donde nadie pudiera sentarse a su lado para entorpecer su jornada de exquisito aburrimiento. X llevaba siempre una radio con auriculares que se perdían en la profundidad del oído, llevaba una maleta de mano y un peinado de corte clásico. Cada día desaparecía en su asiento escuchando noticias que apenas le interesaban pero que le ayudaban a eludir cualquier posible inicio de conversación con un desconocido. Evitaba las miradas de los que, como él, habían decidido ir en transporte público y parecía no importarle los frenazos del conductor ni las caídas de los usuarios,... no parecía que le importase, siquiera, dónde se dirigía cada mañana.

Pero un día a X le ocurrió algo diferente que le recordó con cierta nostalgia a su propia juventud. Una mañana del día X del año Y una extraordinaria mujer de facciones suaves y zapatos rojos se sentó a su lado. Como todos los días, de la vida que podía llegar a recordar, X llevaba su radio, el instrumento que le solía desconectar del mundo; sin embargo ese mismo día que compartía viaje con la mujer de los zapatos rojos olvidó cambiar las gastadas pilas del aparato. Solo le quedaban dos paradas para conseguir llegar a salvo, a lo mustio, a su monótono trabajo, a su rutina diaria. Parecía que la rutina no cambiaría, parecía que seguiría con su vida abstemia hasta el final del trayecto. Ya solo quedaba una parada y la mujer de los zapatos rojos y facciones suaves no parecía interesada en iniciar una conversación. No parecía que fuera a cambiar nada ese día porque quedaban pocos metros para el final del trayecto pero sus oídos, ahora libres, escucharon el roce de unas medias que buscaban cruzar los zapatos rojos de una bella mujer de facciones suaves. Parecía salvado pero ocurrió algo que cambió su estudiado día común, ocurrió lo inevitable, y fue que ese mismo día la última parada pareció estar más lejos, y sus pantalones... más estrechos.”

El lloro de un cielo


“Negras, húmedas viajan y ya han llegado

al paraíso, al edén, a ti se acercan;

se retienen, de ti se han enamorado.

Por ti nunca llueve, las nubes se encelan.

Trigales que con el fuerte viento ondean

y acarician el cielo ya anaranjado.

Está atardeciendo, las nubes navegan

por la mar, que de algodones ha calado.

Sus ojos de la distancia ya recelan,

y no reprime el mar su lloro salado.

Ya llueven de pena, ya se van, se alejan,

ya de ti ellas, las nubes, se han alejado.”