lunes, 4 de octubre de 2010

El metro (capítulo V)




Nadé hasta la orilla. Allí me esperaba mi padre; seguía igual de jóven que cuando yo era niño. Se acercó a mi con una sonrisa y me ayudó a levantarme. Le abrazé.
Cuando pasaron solo segundos él ya no estaba. Miré alrededor confundido buscando, pero no encontré nada. Una mariposa negra pasó y la seguí. Me guío a una duna de la playa, la cual crucé. Tras ella mi familia muerta descansaba sobre millones de cadáveres que se extendían en cientos de kilometros. Mi mirada solo alcanzaba a otear muertos que ocultaban el suelo sin dejar espacio a la tierra. La sangre teñía mis pies descalzos y el cielo parecía llorar barro. La mariposa se posó en mi hombro...
Desperté.

Los sueños me perseguían desde hace meses. Lo que no entendía era porqué seguía creyendo que todo podía ser real. Se me acababa el fondo del último trabajo, y ya casi no tenía fuerzas para recordar. Mi familia no existía, mis amigos solo eran conocidos y mi soledad era la única compañera de mi vida. La soledad era la única amiga que seguía siendo fiel, me acompañó desde la infancia, y lo seguiría haciendo como una sombra chinesca que se niega a desaparecer de una pared o una sábana. Todo eran sueños, todo eran fantasías que me mantenían vivo. Me levanté y fui al baño. Allí mientras me duchaba pensaba que esta vez había sido muy real y durante un momento me dió la sensación de que la sangre, que manchaba mis pies desnudos en el sueño, se escapaba por el sumidero de la ducha huyendo de mi, huyendo de la realidad.
No recuerdo la última vez que soñé algo normal.

Día 1.
He encontrado un trabajo de camarero en el centro. Voy en metro todos los días y me permite pagar el alquiler. El último sueño que tuve fue hace una semana; parece que me niego a soñar algo nuevo que acabe con el último recuerdo de mi padre. Creo que el trabajo me está ayudando a olvidarme de malos augurios, profecías y fantasmas. Me gusta viajar en el metro de noche, cuando vuelvo leyendo un libro y ver a los adolescentes con auriculares, viajeros con maletas, músicos, trabajadores, mendigos y ancianos, jóvenes, madres, inmigrantes, gente. El metro, instrumento de tortura de mis sueños y mensajero de los dioses no existe. El Infierno no existe.
En el metro, debajo de tierra, leía el periódico de mis compañeros de viaje; crisis mundial, la nueva guerra fría, bloques en conflicto, esfuerzos diplomáticos, nacionalización de recursos, integrismo, intolerancia, intereses cruzados, conflicto, tercer mundo, daños colaterales, petroleo, dinero, hambre, muerte, guerra. Los terminos iban cambiando. La guerra se iniciaba de nuevo en otro país del que mucha gente desconocía que existiese y la gente seguía con sus vidas mientras en otra parte del mundo muchos la abandonaban sin justicia.
Llegué a mi ático. Estaba cansado y necesitaba de una noche sin sueños. Mientras me lavaba la boca delante de un espejo recordé lo que alguien alguna vez me dijo cuando era pequeño y que nunca pude llegar a olvidar. Una mujer me advirtió sobre los espejos. Nunca te quedes mirando mucho tiempo el reflejo que te devuelven los espejos porque no siempre reflejan lo que esperamos. A pesar de que estaba loca y que sé que el escalofrío que recorre mi espalda al recordarlo es producto de la sugestión, siempre aparto la mirada cuando creo que el espejo me devolvera el reflejo de algo que nosotros no podemos ver, el reflejo de otra realidad que mi mente no podría soportar. Mis sueños son mi espejo. Tengo ya suficientes con ellos.
Me acosté y dormí. Todavía resonaban en mi cabeza las palabras que Beatriz me susurró en el oído : "El tren ha parado, tu destino no lo hará. Sé la profecía que nunca duerme, sé todo lo que no fuiste para no dejar de existir...".
Esa noche no pude evitarlo y soñé.
Seguía en la playa, pero esta vez toda la gente que estaba muerta estaba ahora viva. Se alineaban sin estorbarse unos a otros, eran millones. Mientras me miraban sentí que tenía que huir. En ese instante una montaña, que se perdía entre la niebla y que llegaba a rasgar las nubes del cielo, empezó a moverse. La montaña más grande que yo nunca habría podido ver en vida se movía como un ser vivo. La gente empezó a gritar y a correr, empezaron a aplastarse unos a otros, siendo los niños y los ancianos los primeros en morir asfixiados. La montaña no era una montaña. Era un ser colosal parecido a un mastodonte con siete trompas y de color blanco, con escarcha en el lomo como la nieve que blanquea las cumbres más altas, orejas que parecían llegar casi al suelo, agujereadas como si fueran papel apolillado, una piel curtida como el cuero, y unos ojos ciegos que parecían verlo todo y no ver nada al mismo tiempo. La mole andaba despacio, y mientras lo hacía sus ocho patas provocaban temblores de tierra, terremotos que parecían viajar miles de kilómetros. Una de sus patas entró en el agua, y ésta se levanto creando un tsunami de grandes proporciones. La gente moría ahogada o aplastada por sus congéneres. De cada pisada se creaba un agujero en la tierra, y de esos agujeros nacían pequeños seres descarnados parecidos a monos pequeños que se arrojaban a las víctimas que quedaban para devorarlas. LLegué a ver a un hombre con ocho criaturas intentando tumbarle; intenté ayudar pero llegué tarde. Empecé a correr. Las trompas del monstruo aplastaban a miles de personas cada vez que las arrojaba hacia el suelo. Del mar también pareció que algo estaba devorando los barcos que intentaban huir de la masacre. Las aguas negras ocultaban al monstruo.
Mientras huía uno de esos seres se me abalanzó al rostro. Era resbaladizo, y a pesar de tener un cuerpo simiesco, el olor era parecido al pescado. Me agarró con sus manos la cabeza e intentaba morderme. Solo era uno. Agarré fuertemente su cara, y hundí mis dedos en sus ojos. Eran almendrados y ligeramente grises y cuando hundí mis dedos en ellos brotó un líquido negro parecido a la tinta del calamar. No tenían sangre, solo tinta. Mis manos se oscurecían mientras el ser agonizaba entre ellas. Cuando logré escapar me refugié en una caseta para pescadores donde, en estado de shock, me quedé observando cómo la tinta caía de mis manos como sangre cae de las manos de un asesino.
Desperté.
Fuí al baño. Necesitaba refrescarme. Cuando encendí la luz me quedé observando el espejo. Una manchita negra aparecía en mi rostro. Cuando fui a quitarmela con la mano apareció ante mi la realidad por primera vez. La mano estaba llena de tinta, mis manos estaban negras. El miedo se apoderó de mi. Mi columna no se movía y solo el reflejo del espejo me devolvía la imagen de mis manos entintadas;sin él mis manos aparecían ante mi sin mácula. El espejo me reflejó la sangre de un demonio y aparté la vista porque ante mi terror creí ver que tras la cortina de la ducha algo vivo se movía, algo me vigilaba desde el otro lado. Noté como el calor subía por todo mi cuerpo, noté un mareo que me tiró al suelo y perdí la consciencia. Dormí.